......Reagrupé las naves, piernas arriba, y me quedé en la cama mirando el inhóspito paisaje de la habitación, inundada con diez centímetros de un agua marrón en todas partes; porque el agua nunca inunda la mitad del piso, se lo come íntegro la desgraciada, y moja todo a su paso.
Moja y ensucia.
Su naturaleza invasiva ya había tomado la parte baja del placard, los zapatos, los bolsos, el cajón inferior de la mesa de luz y todas las cosas que moran debajo de la cama.
Hay que decir que las inundaciones son muy raras en un departamento de segundo piso, y siempre es difícil conjeturar acerca de las causas. ¿Un caño muy roto en el departamento nueve?, ¿una gotera tipo “chorrito”? Pero ¿por qué no se había escurrido el agua por la hendija de la puerta y, de allí, escaleras abajo? ¿Se habría obturado la puerta con algún trapo?
Sin salir de la cama, configuré una tesis acerca de la sarta de enseres estropeados en el resto de la casa. Cuando cerré los ojos para imaginar el desastre, el agua enloqueció.
Súbitamente, el nivel subió medio metro más empapando la cama íntegra y toda mi humanidad, que abandonó la sosegada estimación de los daños para pegar un salto por puro instinto de supervivencia.
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