
El rastro de chocolate fundido me lleva encantada al reino de la introspección, el que más disfruto, el que más visito: la cuna de adentro.
Los murmullos de hojas que jamás morirán por el cambio de estación, arrulladas por letanías de párrafos rezados por los dedos, me sumergen en el paisaje cálido y cómodo, del hogar de madera y cuero.
Mientras inspiro profundo, el grano de café con tintineos, interpreto lentamente la música del hierro forjado de las fachadas porteñas, salpicados con bemoles de bronce, creando una sinfonía única y propia, en el centro de mi privado mozarteum.
De inmediato la sonrisa, única respuesta posible. Como si pudiera evitarla...
Los palomares coloniales destilan el silencio contemplativo de la tarde de invierno, arrebujadas en tallas simétricas y firuletes del renacimiento. El relax del domingo, con fiaca y rebeldía de tener que morir a los pies de la nueva semana, me clava la mirada con ironía implacable, muy a pesar mío.
Suspiro. .......
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